Prudencio Sin Sustancia

El otro protagonista de esa entrevista salía todavía un poco aturdido del metro cuando se topó con una manifestación solidaria encabezada por Don Benigno Templado, quien ayudado por unos incondicionales portaba una descomunal pancarta con el incendiario lema de “SALVEMOS DEL FRÍO A LOS POBRECITOS GORRIONES DEL PARQUE”. Por si esto fuera poco, Don Benigno excitaba a sus fieles, unos cien o ciento cincuenta, con proclamas tales como “POR FAVOR, TENGAMOS AMOR” o “SIN MOLESTAR, TENEMOS QUE AMAR”, que ellos repetían enfervorizadamente.

Daba la casualidad de que Don Benigno conocía a Prudencio desde que habían coincidido años atrás en la catequesis parroquial, uno como catequista, el otro como catecúmeno. Por eso, en cuanto lo reconoció, Don Benigno se invistió de nuevo de su antigua autoridad y lo llamó por su nombre, invitándole a engrosar las huestes de los defensores de las aves. Prudencio, que estaba bastante apocado aún por el episodio del metro, no encontró fuerza moral para resistirse, máxime cuando todos los alborotadores manifestantes habían cesado en sus pajariles reivindicaciones y cien o ciento cincuenta pares de ojos se clavaron en él.

Así, a regañadientes, pero sin atreverse a protestar, se vio colocado en primerísima fila portando la pancarta, justo entre Don Benigno y un sujeto gordo y asqueroso enfundado en una especie de enorme saco con plumas pegadas que pretendía ser un disfraz de gorrión. Este notable individuo emitía de cuando en cuando unos penetrantes chillidos que se le figuraban – esto se lo explicó con amabilidad Don Benigno a Prudencio – airadas protestas de gorrión que se hiela de frío.

– Todos tenemos que hacer algo por estos pobres y queridos pajaritos… – se justificó Don Benigno, y el gordo de las plumas se explayó a gusto con un desagradable graznido para apoyar a su jefe -. Por si no lo sabe, el otro día estuve en el Ayuntamiento hablando de todo esto con las autoridades… – Don Benigno se hinchó como un globo -, y todo marcha sobre ruedas. Así me lo dijeron… – añadió, esperando picar la curiosidad de su nuevo adepto.

– Ya, ya… – Prudencio no estaba como para comprender lo que Don Benigno le explicaba; no veía escapatoria alguna, y comenzaba a sentir miedo. Había oído que relacionarse con estos grupúsculos henchidos de solidaridad y tolerancia era muy peligroso, citándose además procedimientos supertécnicos de aniquilamiento de la personalidad de sus integrantes. Esto les dejaba con el cerebro reblandecido e incapaz de regir voluntariamente el cuerpo del infortunado abducido. Eso sí, se garantizaba que el miembro del alegre grupeto se volvía un ser informe, muy respetuoso con todo y cuya máxima actividad vital se limitaba a cantar alegres canciones de excursionista alrededor de la hoguera asando salchichas vegetarianas.

Prudencio no tenía personalidad alguna que pudiera resultar aniquilada, gozaba del cerebro de un cefalópodo, y muy raras veces su cuerpo obedecía a impulsos nerviosos precedentes de aquél, así que los procedimientos descritos difícilmente podrían causarle algún perjuicio. Lo que ocurría era que también había oído que los matarifes que se encargaban del tratamiento se servían de unas espeluznantes inyecciones administradas justo entre los ojos, directas al cerebro -caso de haberlo-, y esto no le hacía mucha gracia.

– ¡¡¡¡Y también, hagamos el bien!!!! – empezó Don Benigno, y todos, Prudencio incluidísimo, le siguieron. Sin embargo, no tuvieron reparo en detener la manifestación para dejar cruzar la calle a una pareja de ancianitos que, apoyando sus trémulas manos en sendos bastones, les llamaron “vagos y sinvergüenzas”.

– ¡¡¡¡Un momentito, amor al pajarito!!!! – exclamó alguien al final de la reunión, cuando la pareja hubo pasado. Todos los miembros de la Fundación Pro Gorriones del Parque secundaron su iniciativa, muy contentos por haber superado el momento de insoportable tensión, aunque hay que señalar que once miembros especialmente sensibles de la manifestación se desmayaron al oír las duras palabras de los dos viejecillos, siendo solícitamente atendidos por el resto.

Prudencio pensó que había llegado el momento de decir algo para granjearse las simpatías generales.

– ¡¡¡¡Vamos a pedir, a construir los refugios!!!! – cantó intentando imitar el registro de los demás.

El grupo entero se detuvo y miró con desdén a Prudencio.

– Eso no rima… – dijo uno.

– Eso no es bonito… – dijo otro.

– Haga el favor de callar si no sabe decir algo mejor… – le dijo el de más allá.

Prudencio agachó la cabeza profundamente avergonzado.

– Lo siento, yo sólo quería ayudar.

– Pues a ayudar, a su casa…

– Eso, a ver si se cree que puede venir aquí y decir lo primero que se le ocurra.

– ¿No será usted un infiltrado de la Fundación de los Cazadores Sanguinarios…?

– ¡Es un cazador! ¡Es un cazador!

– ¡Chu-chu-chu-chuuuuuuuuucks! ¡Por favor, por favor!– se oyó al fondo.

– ¡Llamen a un guardia!

– Yo tengo un cuñado que es cartero, igual sirve…

– ¡Que alguien haga algo!

– ¡Sí! ¡Sí! – exclamó el señor que siempre llegaba tarde y no se enteraba de nada, pero que también siempre quería ocultarlo.

– Por cierto, ¿por qué estamos aquí parados, hablando, sin manifestarnos ni nada? – preguntó una señora de la tercera fila, con cara de cacatúa.

Un angustioso silencio se adueñó del momento.

– No sé…

– No me acuerdo…

– Yo estoy reblandecido…

– A mí me pusieron ayer la inyección…

Don Benigno tomó las riendas de la situación. Entre sus múltiples funciones, destacaba la de resolver los estados de confusión cuando éstos se producían debido a las frecuentes lagunas mentales de los miembros de la Fundación que él presidía.

– ¡¡¡¡Pajaritos, son hermanitos!!!! – afirmó con voz tonante, y todos sus compinches estuvieron encantados con el lema, arrancando de nuevo la manifestación.

Al cabo de un rato sin incidentes, Prudencio observó una pandilla de “machos” clónicos que se había congregado en la acera para verles pasar. Pronto se dio cuenta de que eran los “machos” de “el Rincón de Florencio”; ahí estaba el propio Florencio (ya un poco más calmado), el “macho sin culo” que llevaba la voz cantante, el  “macho” defensor de la gramática y, justamente, en el centro del grupeto, el mismísimo Cipriano, amén de algún otro ejemplar digno de un riguroso examen antropológico. Al parecer, Cipriano ya se había repuesto de la terrible experiencia sufrida en el Programa de Lolo, pero hay que decir que se sentía muy apenado por el episodio con el solidario, ya que le habían disuadido de que lo rematara cuando éste se retorcía de dolor en el suelo con el brazo cuádruplemente fracturado.

Según todos los indicios, no llegaban a entender demasiado bien qué estaba sucediendo; sin duda, padecían de algún defecto de visión, reforzado por las impenetrables gafas mosca que lucían con orgullo, y que les imposibilitaba para percibir adecuadamente cierto tipo de estímulos visuales.

Prudencio tuvo la inmensa suerte de oír algunos de los sabrosos comentarios con que se regalaban al paso de la comitiva pro pajaril.

– ¿Quién coño son esos desgraciados? – preguntaba uno, esforzándose sinceramente en comprender.

– Creo que son “jipis” o algo así… – respondió el “sin culo”, que era algo más leído que el resto.

– ¡Ah, melenudos piojosos! – bramó Florencio.

– Sí, eso, una peste… – confirmó el “sin culo”.

– ¡A estos les ponía yo a hacer carreteras! – terció Cipriano.

– Natureca… – sentenció Florencio.

Prudencio suscribió mentalmente todo cuanto dijeron estos grandes hombres, pero no se atrevió a manifestar su acuerdo por miedo a represalias de sus compañeros de manifestación. Por otra parte, no veía forma de escapar de tan comprometida compañía; el grupo seguía y seguía, ya había dejado atrás a los “machos” y Prudencio se preguntaba si esta situación se prolongaría para siempre. Probablemente sí, concluyó: estaba seguro de que la marcha continuaría por los siglos de los siglos, y que su cadáver sería pisoteado inmisericordemente cuando se desplomara víctima del agotamiento físico, inanición o cualquier otro tipo de muerte horripilante que indefectiblemente le esperaba. Si algo cierto había en el mundo, era que los solidarios no iban a detenerse jamás; al menos, mientras hubiera tierra bajo sus pies. Prudencio calculó con rapidez la distancia que les separaba de la costa y pronto se dio cuenta de que no había esperanza para él.

A fe que estaba entregado a tan lúgubres elucubraciones cuando una mano fría, viscosa y maloliente le tocó el hombro; Prudencio se volvió y se encontró frente a frente con el solidario de todos los días, el del metro, que había brotado cual silvestre florecilla montaraz del asfalto de la carretera y le sonreía inflado de amor y tolerancia.

– ¡Hermano, amigo! – babeó casi ininteligiblemente.

“Hijoputa reblandecido”, se dijo Prudencio con acritud inusitada en él, pero tampoco en esta ocasión osó manifestarse con sinceridad, ni siquiera cuando hubo de corresponder al repulsivo y húmedo abrazo del solidario. La situación era insostenible: había que desmarcarse, efectuar algún tipo de movimiento supertécnico, pero por desgracia a Prudencio no se le ocurría nada.

– ¡¡¡¡Lo vamos a hacer, a los pajaritos proteger!!!! – insistió Don Benigno, y el coro le secundó a la perfección.

– ¡¡¡¡Pío, pío, pío!!!! – pió el gordo del disfraz.

– ¡¡¡¡Pío, pío, pío!!!! – chillaron todos con gran entusiasmo.

Y estaba la simpática pandilla alcanzando el máximo grado de excitación pajaril cuando, de pronto, en el cruce con otra calle, se toparon con otro grupo de manifestantes solidarios, unos cien o ciento cincuenta también, que portaban otra gran pancarta con la siguiente inscripción: “EN DEFENSA DE LOS PETIRROJOS DEL PARQUE”.

Ambas facciones quedaron paralizadas por la estupefacción; era claro que ninguna conocía de la existencia de la otra. Pero, tras ese inicial titubeo, ambos grupos intentaron pasar en primer lugar por el cruce. Naturalmente, las leyes físicas de la impenetrabilidad de los cuerpos sólidos impidieron semejante disparate, y los dos ejércitos, tras colisionar, retrocedieron, volvieron a avanzar, volvieron a tropezar, retrocedieron de nuevo, y así por un buen rato de desacuerdo generalizado.

Al fin, Don Benigno, con la dignidad y fuerza que le otorgaba su cargo de Presidente y Fundador de la Fundación, tomó la palabra en representación de sus huestes.

– Por favor, amigos – solicitó -, dejadnos pasar. Hemos llegado antes y tenemos derecho a pasar. Creo que tenemos razón, aunque yo respeto todas las opiniones.

Al oír esto, un señor con pinta de cura, que no era otro que el que la víspera había exigido acreditarse a Prudencio, y que estaba en la primera fila del grupo de los Petirrojos, se adelantó unos pasos.

– Perdóneme usted, picarón – contestó -, pero yo creo que somos nosotros quienes hemos llegado antes, y tenemos que pasar los primeros, y yo también respeto todas las opiniones, y a usted y a sus simpáticos amiguetes.

– ¡Ay, ay, ay! –replicó Don Benigno señalando apesadumbrado a su alter ego pajaril -. Yo respeto que usted respete todas las opiniones, pero ahora, y yo a usted le respeto todavía más que usted a mí, está en un error pequeñito, porque nosotros hemos llegado antes, granujilla redomado.

– Perdone que le contradiga – el jefe de los Petirrojos estaba empezando a sentirse un poco picado -, pero aquí sólo hay un granujilla, y ése es usted, y le agradecería que no dijera palabrotas, con todo respeto, porque yo respeto que usted respete que yo respete todas las opiniones, pero nosotros vamos a pasar, con perdón.

– ¡De eso nada, monada! – le asaeteó Don Benigno -. Yo le digo que tendrán que esperar a que pasemos como me llamo Benigno Templado, con permiso de usted y de todos sus compañeros, porque usted me está contando una mentirijilla, y eso no está nada bien. Y el granujilla lo es usted, deslenguado, con todo respeto. Y sepa que todo el mundo está de acuerdo con que los pobrecitos gorriones sufren mucho más que sus pajaritos porque…

En ese momento, el gordo disfrazado de gorrión salió en apoyo de su jefe de filas, se colocó entre los dos grupos y, a fin de que su actitud fuera mucho más impresionante, comenzó un extraño baile de grandes temblores y aspavientos que simulaban ser, al parecer, los últimos movimientos de un indefenso gorrión aterido de frío en una gélida noche invernal. Pero el gordo no tardó en encontrar un difícil adversario en un no menos gordo disfrazado de petirrojo que salió de las tropas de los Petirrojos y que igualmente empezó a sacudirse entre grandes vítores de su gente como si también estuviera al borde de la muerte por congelación.

– ¡¡¡¡Pío, pío, pío!!!! – gritó el gordo de gorrión para dar más fuerza dramática a sus argumentos.

– ¡¡¡¡Glo, glo, glo!!!! – chilló con todas sus fuerzas el Petirrojo para no dejarse ganar.

– ¡¡¡¡Pío, pío, pío!!!! – estallaron los Gorriones.

– ¡¡¡¡Glo, glo, glo!!!! – hicieron lo propio los Petirrojos.

– ¡Chu-chu-chu-chuuuuucks! – gritó algún disidente.

Aquello debió de ser demasiado para el jefe de los Petirrojos. Seguramente irritado por las durísimas palabras de Don Benigno, avanzó unos pasos y estampó dos pequeños cachetes en el rostro del digno caudillo de los Gorriones.

Lo que siguió fue indescriptible. Gorriones y Petirrojos se enzarzaron en una espantosa pelea, teñida de los más hirientes insultos. Los dos jefes entablaron un cruento combate sazonado de lindezas del estilo de “canallita” o “malo, malo”, que dolían aun más que los golpes que con prodigalidad se repartían. Los dos gordos, que por atribuciones podían ser considerados sus lugartenientes, mantenían su reyerta particular y rodaban por el suelo envueltos en una nube de plumas y gemidos histéricos. Los demás, se atizaban como buenamente podían.

Prudencio escapó de varios golpes mortales gracias a una serie de paradas y fintas supertécnicas, y pronto se vio fuera del campo de batalla, lo que le alegró no poco. Y no bien se hubo alejado unos metros, cuando pudo observar una flotilla de coches y furgonetas de policía que se acercaban a toda velocidad. Ya Prudencio poco tenía que ver con el asunto, así que continuó su marcha hacia la redacción; aún podía llegar a la hora.

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